Estos últimos días estoy conociendo a una persona nueva. Creía que ya la conocía, pero no me había dado cuenta de que no sabía absolutamente nada de su forma de ser. Es extraño que hayamos estado tanto tiempo sin intimar, lo es más aún teniendo en cuenta que los últimos veinticinco años los hemos pasado juntos. Estoy conociendo una parte de mí que creía que no existía, que desearía que no existiera.
Esta semana estamos hablando mucho, a todas horas, me susurra y está muy pendiente de mí. Dicho así parece que sea un buen tipo, hasta dan ganas de tomarse unas cañas con él, pero la realidad es bien distinta, nos odiamos mutuamente y su único objetivo es hundirme en la miseria. Me gustaría poder decir que sé como ignorarlo, que le tengo tomada la medida y no se atreve a molestarme demasiado. El caso es que me hace dudar, me amarga con malos pensamientos y me obliga a replantearme cosas que daba por seguras. Sus palabras son veneno y mi mente no puede estar más emponzoñada.
He descubierto que tiene predilección por acudir a visitarme cuando estoy sereno y fuerte, parece que disfruta rompiendo mi paz y cavando un poco más mi fosa. Viene sin avisar y no necesita más de dos palabras para romper mi entereza, sabe dar donde duele, donde duele mucho. Hurga en la herida, con saña, riéndose y echando sal, después, cuando no puede causar más daño, se marcha silbando esperando a que me recomponga. Y sí, con apoyo y ayuda me recompongo, con la esperanza de que no tenga que volver a cruzarme con esa sádica parte de mí.
Y siempre vuelve, en cuanto destierro las dudas, vuelve buscando más sangre y la encuentra. Parece que ahora mismo está olfateando, que sabe que he regresado con ánimo y fuerza. Aprovecho y guardo celosamente estos breves momentos de paz, los guardo y espero a que él vuelva y me mande de vuelta a la oscuridad.