Y ahí estaba ella, perdida en la conversación con el ser que la tenía encantada desde hace semanas. Todas sus amigas siempre le dijeron que los ojos eran la ventana del alma, que podría saber de inmediato si era la persona adecuada con tal solo una mirada. Tantos libros, poemas, relatos, autores que basaban sus obras en historias donde el amor nacía en los luceros de los ojos del ser amado. Ahora ella estaba ahí, sin poder quitar la mirada de ese rostro, sin poder evitar sentirse cada vez más fascinada.
Pero no era su mirada la que la tenía tan atrapada. Le era imposible escapar de su plática, de sus anécdotas. De charlas guiadas por el compás de sus manos que acentuaban los puntos y comas, mientras un bastón blanco colgaba de una de ellas. Sus ojos bailaban de un lado a otro, como queriendo enfocar a quien no tenían la capacidad de ver. Unos ojos blancos que se perdían en la distancia, rompiendo todas las teorías relacionadas con las románticas miradas. Unos ojos que no veían, pero que hacían un juego perfecto con una gran sonrisa. Una sonrisa que ahora se convertía, en esa tan promocionada ventana del alma.