Un piadoso sacerdote alimentando a los famélicos en la Edad Media (¿?). (Imagen tomada de La guía 2000).
Los viajes a Quito por turismo se terminaron en el 2121 y la ciudad se cerró definitivamente a cualquier clase de extranjeros en el 2134 con el estallido de la peste.
Fui parte del primer y único grupo de periodistas que consiguieron la autorización de Su Excelencia El Caudillo Omnipotente de la Izquierda Revolucionaria de Derecha para atravesar los muros de la otrora capital del extinto Ecuador.
Con el último brote de la peste de risa, el Jerarca y su corte decidieron trasladarse a la isla Fernandina en Galápagos, dejando la orden de cercar a la ciudad y a sus habitantes con un muro de concreto de cuarenta metros de alto. El único acceso es a través de una puerta que se encuentra al norte de la urbe y que no puede ser atravesada sin la autorización de la monarquía anticonstitucional.
Es un privilegio y, a la vez, un peligro terrible entrar en Quito. La peste de risa, según cuentan los cronistas, convirtió en payasos a más de trece millones de seres humanos en el año 2015 – durante el primer brote del que se tiene registro –. El origen de la plaga es todavía un misterio, pero los epidemiólogos creen que el “paciente cero” fue un funcionario de gobierno que se dedicaba a armar planes quinquenales de desarrollo.
El reloj no había marcado las siete de la mañana y nuestro coche ya estaba parqueado fuera de la oficina de control en la entrada de la ciudad. Nos recibió un guardia corpulento y de rostro adusto que, sin prólogos ni diplomacia, ordenó que le entregáramos nuestros documentos y la carta de autorización firmada por El Caudillo.
— No pueden entrar – dijo con fastidio.
— Pero hay una orden…
— Sí, pero esta carta puede ser falsa, así que debo confirmar los datos.
Nos informó, además, que bajo ningún concepto podríamos movernos de la oficina, pues, de comprobarse la falsedad del documento, quedaríamos bajo arresto.
El oficial dio la orden de vigilarnos a un par de militares, encerrándose, luego, en su despacho con una secretaria que apareció detrás de no sé qué puerta. Luego escuchamos risas, frases amorosas y crujidos de muebles.
Los guardias permanecieron en silencio, ignorándonos e ignorándose.
— ¿Nunca han entrado? — preguntó Álex, el fotoreportero.
Silencio.
Cantantes de reguetón medievales (imagen tomada de Planeta Sedna).
— Debe ser muy solitario pasar día y noche en esta casucha, en la ciudad seguro que hay mujeres…
— ¿Y el precio? ¿Morir de risa? ¡No me joda! – dijo uno –. Si nos contagian, no podríamos salir de nuevo.
Sentí un escalofrío, nunca había barajado esa posibilidad. El anhelo de conocer la ciudad de mis ancestros hizo que olvidara el peligro.
No se volvió a pronunciar una palabra durante una hora. De repente, el oficial, con el rostro lívido, salió del despacho.
— ¡La peste! – dijo, mientras cerraba la puerta con seguro –. ¡Estamos jodidos!
Los soldados nos miraron con odio. Para ellos, todo era por nuestra culpa.
— ¡Fusílelos, mi teniente! – dijo uno, pero no tuvo tiempo de actuar. Una carcajada, luego otra y finalmente un torrente de ellas lo hicieron caer al piso.
Nos miramos con terror. El teniente, que iba a dar alguna orden, cayó fulminado por un ataque de risa, luego el otro soldado y, al final, Álex. Los cuatro hombres se revolcaban en el piso y, minutos después, lloraban por la tristeza de ser felices.
Abandoné el lugar a toda prisa. Con el tiempo, el miedo aplacó los remordimientos.
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