Revista Ilustración

XIX. ELLOS. ¡Tú no lo entiendes!

Publicado el 11 marzo 2016 por Lasuelta

Después de aquella noche, Ana pasó un día, dos, tres, cuatro, cinco días sin saber de Mario. Se sentía extraña, dejada, rechazada. No entendía. Qué hubiera dicho. Donde estaba el fallo. Para ella cada encuentro había sido perfecto. Cada frase. Cada broma. Las miradas decían tanto. Su relación se basaba en las palabras y en los gestos. Podían entenderse con una mirada. Y de repente ese vacío. Esa cruel soledad. Ese no saber. El silencio. Ni una llamada. Aunque Mario no era de llamar. Pero quería saber. Él era huidizo, pero tanto...

Y en el sexto día andaba, mordiéndose las uñas, las pieles y más hubiera. Que se sentía morir. De angustia e incertidumbre. Cuando apareció Mario. Traía cervezas. Y una coca. De su abuela dijo.

Se sentó en el porche de casa con Ana y le habló de su abuela, que era un remanso de paz para él, le dijo donde vivía y que esa tarde le había preparado aquella coca de tomate tan rica que sólo ella sabía hacer.

Ana sabía que Mario no había venido a hablarle de la coca, de su abuela ni de las olas que ahora estaba describiendo con tanta pasión.

Ella esperó a que fuera él quien hablara. Se hizo un silencio. Un silencio tierno y eterno.

Mario se la miró.

  • Ana, mira. Quería hablar contigo. Tendríamos que pensar todo esto. Yo no soy el hombre que tú necesitas. Yo te haré daño, mudita. Debes entenderlo. Te quiero con locura. Pero precisamente por eso, debo alejarme de tu lado. No soy lo que buscas. - Ana sintió como sus ojos se inundaban de lágrimas, como su corazón de llenaba de tristeza. Su ilusión se derrumbaba. Nada podía sostenerla. Le cabreaba la forma de él de elegir por ella. Se lo miraba y le parecía rabiosamente más irresistible.
  • ¿Puedo elegir yo con quien quiero estar, a quien elijo a mi lado, a quien querer?- respondió rabiosa. Con los ojos encendidos en rabia. Queriéndolo aún más si cabía.
  • Eres muy valiosa. Vales mucho, mudita. Tienes un alma pura. Una magia indudable. Yo no soy quien tú mereces. - ella empezó a llorar, las lágrimas corrían por sus mejillas, acariciándola, desarmándola. -
  • ¡Tú no lo entiendes, Mario! ¡Tú no lo entiendes! - y se quedó mirando hacia el mar encabritado, ese día el oleaje se cabreaba con los acantilados y se dibujaban borbotones de espuma a los pies de su inmenso orgullo. -
  • ¿qué es lo que no entiendo?. - y dio un salto para ponerse de cuclillas delante de ella, ella miraba al suelo, resentida, le cogió la carita y la alzó hacia él. Ana no conseguía dejar de llorar, de rabia, de impotencia, de ver que lo que más quería, el bien que más valoraba en su vida se le escapaba de las manos, cual arena escurridiza. Sin poder sostenerla. Ella se lo miró a los ojos cabreada con los ojos entreabiertos, el ceño fruncido.
  • Mario, yo por ti mato. Yo por ti mato. ¿Entiendes eso? ¿Puedes entender eso?
  • No está bien, Ana. No debes subordinarte tanto a nadie. Yo te haré sufrir.
  • Si tú no estás en mi vida, no vale nada. - él se enfureció por primera vez desde que le conocía. Se ofuscó y esta vez fue él quien frunció el ceño. Y alzó la voz:
  • Nunca, nunca, nunca. Te permitas pensar siquiera que tu vida no vale nada. ¿De acuerdo?

Ella se lanzó a sus brazos. Le abrazó. Le besó el cuello sorbió su olor. Ese que la ponía a mil. Cerró los ojos y sintió que era ese el abrazo más valioso del mundo. El que recomponía sus miedos. El que se llevaría con ella si él realmente desaparecía de su vida. Y se permitió alargarlo.

-Vamos mudita. Vamos dentro. Cálmate.

Entraron en el apartamento. Era ya de noche. Se tornaba negro el cielo. Las gaviotas graznaban en la orilla del mar. El oleaje callaba ante tan triste noche.

Mal comieron unos sándwiches. Se tumbaron en el sofá cama de la única estancia que componía el minúsculo apartamento.

Y allí alargaron los minutos.

Hasta que él la besó ardientemente, pausadamente. Quería poseerla. Sabía que debía desaparecer de la vida de Ana, pero quería quedarse todos los minutos de más que ella le permitiera... todos. Sin permiso. Sin licencia. Abrazarla. Hacerla feliz, de aquella irreal forma. Para él no era una forma lícita de amarla. Amarla hubiera sido ponerse a sus pies.

Y no es que no pudiera, no es que no quisiera. Es que no sabía.

Y no sabía porque le apoderaba el miedo.

Le atenazaba. Le golpeaba la sien. No se veía capaz de ser un hombre a su altura. De hacerla feliz.

Arrastraba una rabia interior, con el mundo...

Y en ese segundo apartó todo pensamiento moral, ético y se centró en su mudita y dejó correr todo el sentimiento que ésta le provocaba. Dejó fluir lo que ella ansiaba. Y todo aquello que en realidad. En una realidad física y más auténtica que nunca les hacía feliz a los dos. Se la sentó encima y le besó el cuello. Ella vibró, se estremeció y se secó las lágrimas.

Le deseaba más que nunca. Quería sorber cada cachito de él, quería fundirse en él. Quería dejar de ser si él desaparecía. Cerró los ojos y sonó un beso. El más dulce de los besos. Le abrazó fuerte. Se sentó a horcajadas sobre Mario. Ana apartó la melena de Mario, besó cada centímetro de su rostro. Los cuerpos se encendieron. Pedían a gritos un mordisco. Se quitaron las camisetas. El roce de la piel estremecía. Se deseaban hasta límites indominables. Se entendían sin mediar palabra. Ella le tumbó, le besó, le deseaba, quería sentirle suyo. Él se dejaba querer. Se sentía deseado, querido. No se sentía digno de amarla, pero él sufría más que ella al apartarla de su lado. Y con más ansia la besaba. Ella le desabrochó el pantalón, le desnudó. Se lo comió, con ganas, con hambre, con destreza. El placer los elevó. Él se dejó hacer. Ana le excitó, sabía cómo hacerlo, él mismo le había enseñado, cómo le gustaba, la cadencia, la fuerza, con qué dedos, cómo cogérsela...

Pero Mario quería sentirla, sentirla suya. Se la subió. La beso y la desnudó. Y la tumbó... Ella le sintió entrar, suavemente. Firmemente. Los dos necesitaban sentirse parte del otro. De esa manera inconmensurable que sólo te da el sexo. De una forma interna que sólo sentían ellos.

Y lentamente, sin soltarse, fueron subiendo su excitación, sin bajar la cadencia, encontrando el placer del otro y sintiéndolo propio. Se hicieron el amor el uno al otro, en un encuentro suave, tierno y largo. Ana susurró en el oído de Mario: "soy tuya, siempre te querré."

Se corrieron el uno en los brazos del otro. Se tumbaron y dejaron llegar el alba. En silencio. Tristes aunque serenos de tenerse aunque fuera en esa fracción de la eternidad.

Cuando Ana despertó Mario no estaba a su lado.

En la mesa una nota con mala caligrafía:

"Mudita, no cambies, te quiero hasta doler, pero mereces algo mejor. Sé feliz. Lo mereces más que nadie. Cuídate. Hazme ese favor. Tuyo. Mario."

Y la tristeza abrazó a Ana, se la llevó, la derrumbó. La venció.

Su alma sintió que debía escribir algo.

Y un triste poema salió de su mano...

ELLOS, VOSOTROS, NOSOTROS.

La Suelta.


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