Revista Literatura
A Alfonso disteis León, con Asturias y Sanabria, a Sancho Castilla la biennombrada, a García con Galicia, y Braganza la altozana, su ánima quedo
tranquila y la mía alterada, y a mí que soy vuestra hija me olvidáis cuan auna rata, si hasta vuestro hijo bastardo arzobispo lo nombrarais, primado
de las Españas Cardenal es del Papa, y a mí y a mi hermana nada.
Hola, mi nombre es Urraca. Sí, esa misma, en la que todos estáis pensando. Perdón, eso de todos era un decir. El hecho de estar meditabunda e inerte no significa que no me dé cuenta de lo que ha cambiado el mundo en todo este tiempo. Ahora no se tiene tiempo para nada, especialmente para echar un vistazo a nuestra Historia.
Hoy quiero despertar la memoria de los que me conocen, y presentarme a los que no han tenido noticias mías.
Fui la hija primogénita de un rey; Fernando I, para muchos un gran monarca que consiguió reconquistar muchos territorios al moro. Lástima que a última hora se volvió un viejo chocho y sentimental. Diréis que soy dura con mi propio padre, pero al final de su vida hizo lo que un rey nunca debería hacer, repartir su territorio entre sus tres hijos varones: Sancho heredó Castilla, Alfonso León y García, el menor, los territorios gallegos.
A mí, por ser mujer, únicamente me dejó una pequeña ciudad amurallada: mi querida Zamora. Pero no fue su amor filial lo que le empujó a darme este legado, fue mi valor y mi arrojo al acercarme a su lecho de muerte y exigirle mis derechos y mi herencia.
Esta división creó envidias y desavenencias. Sancho desde el primer momento quiso todos los reinos para él. Su orgullo le exigía reinar sobre las mismas posesiones de su padre. Él no podía sentirse inferior a nadie. Un mal bicho este hermano mío. Y ahí no me quedó otra que intervenir en la reyerta y ayudar a mi querido hermano Alfonso, dándole asilo en mi ciudad cuando huía de la codicia del ambicioso Sancho.
Por esa razón mis contemporáneos me tacharon de insaciable, traidora, manipuladora y cruel; entre otros apelativos. Hasta llegaron a acusarme de incitar a mi amante Vellido Dolfos a matar a traición a mi hermano Sancho. Todo son burdas mentiras, ni Dolfos fue mi amante, ni yo le ordené matar a mi hermano. Aunque ganas no me faltaron.
Me casé varias veces por razones de Estado. ¡Bobadas! ¡prejuicios medievales! Como si una mujer no puediera valerse sola. Trabajo baldío ya que ninguno de mis esposos fue buen consejero, ni siquiera me satisfizo como mujer y lo que ellos me negaban tuve que buscarlo en brazos de mis amantes.
Muy pocos llegaron a saber que en mi vida sólo amé a un hombre; mi valiente y leal Rodrigo Díaz, el de Vivar. Paradójicamente fue al único que una de mis acciones, aunque indirecta, llevó a la perdición y aquello me fue matando poco a poco de tristeza.
No pretendo justificarme, la historia hace siglos que me juzgó. No fui una puta, como muchos dijeron, ni tampoco un ángel. Mi lacra fue nacer en una época bárbara, tener que estar siempre bajo la sombra de hombres que solamente encontraban satisfacción en las guerras, en la tiranía y en la expoliación. Mi único pecado: ser mujer y más inteligente que muchos de los varones que se cruzaron en mi camino.
Poco me importa ya lo que piensen de mí, ni siquiera me molesta la necia mirada de algún que otro inepto a quien solo le hace gracia mi nombre, ignorante de —entre otras muchas cosas— qué o quién fuí. Ahora sólo soy una simple estatua alzada en un pedestal que reposa en un viejo parque de la ciudad que llaman Madrid.
FIN