Revista Diario

Barón

Publicado el 05 abril 2011 por Menagerieintime
Durante mi estancia en la cárcel una vez, solo una, llegué a sentir miedo físico. Solo una vez sentí pavor de lo que podría haberme pasado. Y sin embargo ninguna de las personas que estaban a mi alrededor lo notó. Supongo que porque soy así de inconsciente.
Cuando estuve en la celda 30, a mi llegada a la tercera sección, tuve como compañero a un chico rumano (otro más) al que llamaban Barón. Un chico joven con demasiados años de cárcel cumplidos. Y alguno más que cumplir.
No recuerdo su nombre verdadero. Lo tengo apuntado en la libreta, pero no lo diré aquí, claro. Su mote venía porque era el nombre en clave por el que le conocían en su grupo de delincuentes. Se dedicaba, desde muy joven, al asalto de cajeros automáticos. Se especializó en poner una camarita y un lector de banda magnética para duplicar tarjetas de crédito. Cuando me contaba cómo lo hacía, cómo las personas que estaban a su cargo trabajaban de forma independiente y luego le vendían a él los datos de las tarjetas para duplicarlas, me iba haciendo una idea del dineral que sacaban con este tipo de robos. Y desde entonces casi he dejado de usar la tarjeta bancaria.
Barón mataba el tiempo de tres formas muy diferenciadas:
1.- Hacía mucho deporte. Le gustaba cuidar su cuerpo. Se miraba en el espejo mil veces al día para comprobar si tenía algo de grasa o no. Le gustaba preguntar tres veces al día a cada uno de nosotros si estaba más o menos delgado que antes. Una locura. En las tardes de verano, encerrados en la celda, llegué a contar 2000 abdominales y 500 flexiones diarias. Un campeón.
2.- Escribir y leer cartas. Barón escribía cuatro o cinco cartas al día y recibía, de media, la misma cantidad cada día. Más adelante me contó porqué escribía y recibía tantas cartas. A través de conocidos fuera de la cárcel, contactaba con chicas rumanas que también habían ingresado en prisión y les pedía sus datos. Solía vender estos datos y la foto de alguna chica con las que se carteaba a los presos de nuestra sección. Traficando con los sentimientos. Haciendo negocio con la soledad del resto de detenidos. Todo es válido en la cárcel. Hasta eso. Los días en que no recibía carta se ponía nervioso, muy nervioso. Se le caía el ánimo por los suelos y solo podíamos tranquilizarlo con la tercera de sus aficiones.
3.- Jugar a las cartas. Su juego favorito era la escoba. Tenía una habilidad numérica muy desarrollada (supongo que de tanto trapichear y hacer ejercicios aritméticos fáciles). Él, conocedor de esa habilidad, solo jugaba para ganar. Y jugaba apostando sellos, o lo que es lo mismo, apostando dinero. Siempre, o casi siempre, ganaba. A todos los que jugaban contra él. Yo jugué un par de manos con él. Tendría que decir, mejor, yo perdí un par de manos contra él, pero no perdí sellos. Supe aprovechar el momento en que ninguno quería jugar para forzarle a hacerlo sin apostar.
En una de esas partidas, y contra todo pronóstico, Baba le ganó. Barón se levantó tirando la silla contra la pared, lleno de rabia y de furia. Y se abalanzó con al brazo cargado para darle un puñetazo en la cara a Baba, mientras gritaba “este mono, este negro va a venir a ganarme a mi”. Mientras a Baba se le desdibujaba la media sonrisa que mostraba en los labios, cogí desde atrás con fuerza el brazo de Barón para intentar, con éxito, que no golpeara a nadie. Barón se giró, de nuevo con el puño cargado, y se quedó mirándome con una cara desencajada, con una mirada que nunca podré olvidar. Y yo me acojoné. Recuerdo que pensé: “Me va a dejar sin dientes”. Así, tal cual.
Barón, tras varios segundos con el brazo en alto, lo bajó, se dio media vuelta y se fue a la cocina. Mientras, el resto de compañeros de celda me preguntaban si estaba bien y Baba me miraba con cara de agradecido.
A lo largo de es tarde, y con la situación ya más calmada, Barón se me acercó y me pidió perdón. También a Baba. Pidió excusas, que fueron aceptadas, claro. Me comentó que menos mal que se dio cuenta de que el que le había sujetado el brazo era yo, que si hubiera sido otro no le habría perdonado el golpe. Le creí porque, a pesar de lo que pueda parecer, era un chaval noble. Tenía buen fondo. Y sé que a mi me apreciaba mucho. Así que, como comentaba, excusas aceptadas. Y a pasar página.
He obviado hasta ahora un detalle fundamental para mi relación futura con Barón. Tenía, entre las piernas, un rabo que sería la envidia de todos los acomplejados. Un señor pollón. Entre charlas de tarde encerrados en la cárcel y risas me confesó que lo que él realmente quería era ser actor porno. Ya que tenia el carajo que tenía, podría utilizarlo en ese sentido. Así dejaría de ser un delincuente común y pasaría a ser un famoso actor porno.
Yo, que antes de pasar por la cárcel ya tenía el infierno lleno de conocidos, le prometí que, cuando saliera, le iban a hacer un casting para poder cumplir su sueño. Por casualidad, como casi todo en la vida, conozco a un director y productor de cine porno que vive en Londres. Y sé que le va a hacer la prueba cuando salga porque ya lo he hablado con él.
Ahora he cambiado mi carrera profesional. He pasado de ser directivo en una empresa francesa a ser manager de un actor porno. Al que también le gusta el francés, claro. Tiene cojones el asunto.

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