Revista Literatura

La dieta

Publicado el 14 febrero 2017 por Salvador Gonzalez Lopez

Su marido la quería mucho, incluso cuando llegó a los ciento veinte quilos la siguió queriendo mucho, jamás le dijo ninguna palabra relacionada con que estaba engordando, cosa que empezó a pasar desde poco después de conocerla, siendo ambos dos adolescentes. Ella también le quería mucho y por eso, y por ella misma, no le gustaba estar tan gorda. Llevaba su gordura con resignación. Se excusaba siempre a si misma y tenía muchas maneras de hacerlo, ninguna de ellas muy original: sus padres eran gordos; había tenido una enfermedad de niña y le habían dado una medicina que engordaba; no comía casi nada pero tenía un metabolismo muy extraño; y un largo etc. En el fondo, y a pesar que esgrimía con énfasis sus argumentos en cuanto se hablaba de ello, sabía que su problema era que tenía una enorme gula y muy poca voluntad para frenarla. En secreto había intentado muchas fórmulas pero, entre que era un secreto difícil de ocultar y su propia falta de voluntad, nunca había durado más de quince días haciendo régimen. Había obtenido éxitos rápidos de manera que había bajado tres o cuatro quilos en una semana pero a la siguiente los recuperaba, casi siempre con creces. Hacía meses que había desistido habiendo aceptado su problema, negándolo incluso. Por suerte su marido la seguía queriendo igual que el primer día.

— Me han ofrecido irme a trabajar unos meses al Brasil — le dijo el un buen día.

— ¿Al Brasil? — respondió ella entre atónita e incrédula — ¿Cuánto tiempo sería? ¿Iré contigo?

— No lo sé aún muy bien. Hablan de un par de meses. Por un par de meses no vale la pena que dejes tus cosas.

— No, no vale la pena —respondió ella.

Y él se fue por dos meses.

Cada día hablaban por teléfono y se decían lo típico que se dice en estos casos “aquí hace mucho calor”, “te hecho mucho en falta, cariño”, “¿cuándo volverás?”, etc. Cuando llevaba un mes en Sao Paulo, él le dijo:

— Se ha complicado el trabajo y tendré que estar otro par de meses aquí, por lo menos.

— Tengo ganas de estar contigo, me gustaría ir a verte. Además nunca he estado en Brasil — contestó ella con cierta pena.

—Cariño, solo son dos meses más, falta poco. Ahora estamos en invierno… no estarías a gusto aquí… así… ahorraremos más dinero…ya sabes para poder cambiarnos de piso.

Ella pensó por un momento que él tenía una amante brasileña. Se la imaginaba delgada de cuerpo, morena, con un hermoso culo y un par de buenas tetas, con la piel de melocotón y en aquel momento lo decidió.

Habían pasado ya ocho meses. Ella había llevado a cabo su decisión y desde que aquel día colgó el teléfono conversación había empezado un régimen bajo la supervisión de una endocrina. Desayunaba un té con una rebanada de pan integral y un trozo de fiambre de pavo. A media mañana fruta y unas nueces. Para comer verdura hervida, algo de pollo o pescado blanco a la plancha y ensalada. Por la tarde fruta, un yogur descremado y otro té. Y por la cena verdura hervida con un poco de pollo o pescado blanco. Llevaba así ocho meses. Cada día andaba un mínimo de diez mil pasos que controlaba con un aparato que había encontrado comprado en Phone House y subía siempre a casa sin usar el ascensor. A los dos meses se atrevió a apuntarse a un gimnasio e iba cada día una hora. Fue muy duro pero ahora estaba muy satisfecha porque había perdido casi cuarenta quilos. Cuando recordaba los sufrimientos aún lloraba pero al mirarse al espejo pensaba que, aunque su marido tuviese una amante en Brasil, ahora no tenía competencia.

Con él seguían hablando cada día por teléfono. Nunca le dijo nada, ni siquiera la mas mínima insinuación, con respecto al régimen: era la gran sorpresa que le tenía destinada para cuando él llegase. Y llegó. Llego un martes a las cuatro de la tarde. Llamó a la puerta, ella salió a recibirle con la misma ilusión con que lo esperaba en aquel bar de las ramblas cuando eran novios. Abrió la puerta, se colgó de su cuello y al poco se separó de él para que pudiese ver lo bella que estaba. El no le dijo nada, solo la miró y ella entendió esa mirada. Sin decirle nada bajo a la calle, entró en la pastelería de la esquina y dijo:

— Póngame dos brazos de gitano de chocolate, por favor. De los grandes…son para comer ahora. Safe Creative #1702140738469


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