Hasta hoy Pérez Reverte no me había inspirado para escribir un relato, y eso que leo con fruición sus crónicas semanales así como sus libros. Pero el otro día leí cómo el buen Arturo relataba sus cuitas en el colegio con su primera maestra y me dije: coño, de esos tiempos no he escrito nada, así que allá voy.
Realmente mis recuerdos sobre lo acontecido y sufrido por mi parte con mi primera maestra, los tengo por narración de mi madre. El colegio donde acudí hasta los 10 años se llamaba Lafuente, que era el apellido del fundador del mismo. Era un señor algo obeso y bajito con unos graves problemas visuales que le hacían acudir de continuo a la clínica Barraquer de Barcelona. Había montado el colegio con dos aulas separadas, aunque en el mismo barrio, la Colonia de Santa Ana en Vallecas. Supongo que sería una especie de colegio concertado donde se impartía la enseñanza obligatoria y gratuita de Primaria, pero sólo hasta los 10 años en el momento en que se pasaba a realizar los estudios secundarios en el instituto.
Justo en mi misma calle enfrente de mi casa había comprado un piso bajo, del que tiró los muros que separaban las habitaciones, creando así un espacio diáfano donde creó un único aula. Este era el parvulario, delante estaban las niñas y detrás estábamos los párvulos. La solución a mi entender no era la más adecuada, puesto que los niños aprovechábamos la lejanía de la profesora para zascandilear.
Recuerdo que en invierno a pesar de solo tener que cruzar la calle, el frío que podía pasar. Los niños hasta llegar a una cierta edad, íbamos en pantalones cortos todo el año. Uff se me ponían coloradas las pantorrillas. La solución que aplicó mi madre fue peor para mi orgullo, unos leotardos. Avergonzado cruzaba la calle bajo la mirada irónica de mis compañeros de clase. Todavía no había escuchado aquel dicho :
ande yo caliente y ríase la gente.
Claro que el calor lo puso una temporada la hermana de don José. Isabel, que así se llamaba, acababa de divorciarse de Dios. Colgó los hábitos y se cobijó bajo el ala de su hermano. Durante un breve tiempo se encargó de los párvulos, pero no renunció al vicio de repartir hostias sin consagrar.
Pero a mí me aguardaba su particular forma de operar la maniobra de Heimlich, me cogió por el pescuezo aunque yo no me había atragantado, supongo que cuando saqué la suficiente medida de lengua, se dio por satisfecha y feliz de haberme salvado la vida.
A mi madre no le hizo mucha gracia la experiencia y agraviada por la sanación de su primogénito, reclamó a don José. Supongo que no fue la única madre, porque no tardó mucho en ascender en el escalafón del colegio, dedicándose desde entonces a educar a las niñas de primaria. Sus métodos de sanación al parecer los arrinconó.
Tomó el relevo Juanita, es curioso, todos los ángeles transformados en perfectas maestras de preescolar, siempre llevan su nombre diminutivizado. Las primeras maestras de mis hijos y de los amigos con los que comenté esa situación me lo confirmó.
Juanita me desasnó, pero de una manera tan dulce, que aún recuerdo su calor personal cuando juntaba su cabeza con la mía y me guiaba la mano con el lapicero llenando planas de palabras básicas. Por supuesto que fue mi primer amor aun cuando no sabía el significado de esa palabra.
Lamentablemente crecí, cumplí años y dejé el grupo de los párvulos para ascender al de los escolares de Primaria. Enseguida me di cuenta que existía otro dicho que se me iba a aplicar: la letra con sangre entra.
Supongo desde la lejanía en el tiempo que nuestros padres no sabían el trato que nos daban, o a lo peor pensarían que si a ellos les aplicaron castigos físicos en el colegio, quienes éramos nosotros para modificar la situación.
Pero ¡coño! Todavía me duelen los regalos en forma de dulces o botellas de cogñac, que nuestros padres nos hacían entregarle por Navidad.
Y es que el bueno de don José impartía con verdadero sadismo azotes, palmetazos con la regla y castigos varios de rodillas, cara a la pared con una moneda en la frente.
Aprendí, vaya que sí aprendí, más que por convicción, por puro pánico. Siempre lamenté ser un chico sano, puesto que mi hermano, algo más debilucho, se salvaba de acudir a Mathausen a menudo gracias a sus persistentes ataques de anginas.
Creo que como todos, al final asumimos los castigos como algo habitual en nuestras vidas, tanto mi hermano como yo, poseemos un óptimo dominio de la Gramática, pesadilla de los demás educandos.
En este caso, afortunadamente llegué a los 11 años y me incorporé al instituto, donde observé con estupor la inexistencia de los castigos corporales y fui feliz desde el primer día.
No volví a ver a don José, sí a su hermana Isabel que había reconvertido el local en una academia de mecanografía. No les guardo rencor, solo un doloroso recuerdo.