El perfume

Nos rompimos. Mutuamente. Nos hicimos mil pedazos y aun así seguíamos enteros. Nos costó entender que tú no querías arriesgarte a que te hicieran daño de nuevo. Y tú que a mí ya me habían dolido mil veces y no me quedaba nada más que darte. Y así, en un tropiezo, nos rompimos.

Llenos de rabia prendimos fuego y arrasamos la mala hierba, el desierto y las flores de ceibo. Ciegos, heridos y rotos, en perspectiva, más por lo que nos habían hecho antes que por aquella estupidez. Tanto daño y tanta destrucción de tanto que nos importamos y no supimos querernos ni entendernos.

Nos hicimos añicos como aquel frasco de perfume que tu voz anunciaba en mi oído y al quebrarse lo dejó todo perdido. Nos quisimos mutuamente y vinimos dolidos de casa, para así destruirnos lo poco que nos quedaba.

Esta historia me la cuento ahora para no odiarte, para que me embriague la pena de nuestro recuerdo. Para que se me coloque en la boca del estómago como un fantasma de humo negro al que le pregunto qué necesita para marcharse. Y me contesta antes de terminar de formular la pregunta que le deje ir, como si fuera fácil, como si fuera una idea original. Como si al abrir la puerta el aroma no asfixiara la habitación.

Nos rompimos con la misma facilidad con la que nos arreglamos con cinta adhesiva los retales. Cuando decías que de ser el mundo diferente me curarías los besos perdidos y yo escuchaba llorar desde lejos para salvarte y matarnos luego. Mutuamente. Como los afilados pedazos de cristal del frasco de perfume que impregnó la casa antes de obligarnos a abandonarla.

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