Hoy Facebook me ha recordado que hace seis o siete años te invité a dormir a casa. Aunque invitar es un concepto demasiado educado teniendo en cuenta que yo no llegué a decírtelo. Simplemente llegaste al portal y descubriste que no te querías ir.
Hoy me lo ha recordado, como recuerda tantas cosas estúpidas y encantadoras. Todo iba según lo previsto hasta que el puto Facebook se acordó de ti. Se acordó de ti cuando ni tú te acordabas ya de lo que era tener Facebook. Como si largarte de allí hubiera sido tu última gran obra maestra para hacerme creer que no estabas, hasta el día de hoy.
Sé que te quedaste a dormir en casa cuando echamos a toda aquella gente. Aquella gente que invitamos a aquella fiesta falsa. “Invitamos” como concepto cortés de aquella trampa que inventaste para no venir a solas y “echamos” como jugada perversa producto de aquel terrible descubrimiento que nos desveló que nos volvía locos compartir aquel sofá.
Y luego me arrepentí de todos los viernes que no te invité a dormir. Y de todas las veces que vinieron después y me decías que sí. De todos los planes que terciaron aquellas casualidades provocadas. Aquellos “imposible llegar a tiempo” que se transformaban en “me da igual la hora”. Aquellas soberanas locuras de amor amordazado. Aquellas noches sin nada relevante. Aquellas noches contigo.
Hoy Facebook me ha comentado que quizás querría recordar la primera noche que te invité a dormir. Y estoy seguro de que el muy canalla sabía de sobra que hoy yo no quería pensar en ti. Entonces me fui, me enfadé, juré no volverle a hablar, no revisé la fecha, apreté los dientes y me torturé pensando que con aquellas personas de las fotos no me hablo ya. Que todos se fueron, se marcharon, que no les puedo contar que aquella noche te invité a dormir y que después lo hice unas mil veces más. Mil estúpidas veces que iba coleccionando como cromos de papel. Las tenía repetidas, con diferentes cortes en las esquinas. Las tenía tan vistas que sabía cómo iban a acabar.
Acababan conmigo detrás de la puerta, sentado en el suelo sin saber qué pensar. Acababan conmigo recogiendo los cojines, corriendo las cortinas y con los ojos rojos por la noche sin dormir. Acababan conmigo.
Me enfadé tanto porque aquel día no sabía cuándo sería la última noche que te iba a invitar a dormir. No lo supe hasta que me dijiste que te ibas. Y en aquel momento supiste que aquella noche iba a ser la última vez. Lo supiste porque te ibas a ir, porque ya estabas casi fuera, como la primera noche. Lo supiste porque me miraste como siempre, sabiendo que aquella noche era otro favor. Me miraste diciendo “si esta noche no me quedo, la última habrá sido la anterior”. Y no podías soportar la idea de que aquella mañana siguiente no fuera al menos un poco peor que todas las demás.
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