Hace un puñado de años que no me paso por aquí, aunque no haya dejado de escribir. En 2023 publiqué un libro donde recojo algunos de los textos más importantes para mí que en su día publiqué en este blog. También escribí otros nuevos que solo se pueden encontrar entre sus páginas. Hice una lista de reproducción de Spotify que acompaña a cada texto. Dibujé algunas ilustraciones que me ayudaban a darle alas a las palabras que escribí. Ese libro se llama «Antología de Junios» y puedes encontrarlo en librerías y plataformas. Puedes echarle un ojo en este enlace o escribirme si quieres saber más de él.
Y todo esto es solo una puesta al día. Desde 2023 han pasado más cosas. He seguido escribiendo para concursos, para mí, para las redes sociales. Sin embargo, tras publicar el libro, este blog y yo hemos desconectado un poco. Como si nos hubiéramos dado un tiempo (o si ya nos lo hubiéramos dado todo). No sé hasta qué punto será eso verdad… pero por si acaso vengo a dejar un relato que escribí con mucho cariño hace unas semanas. Forma parte de una colección de textos y relatos que es prácticamente una cuenta pendiente conmigo mismo. Se llama «El apagón y otras historias que quisieron ser de amor» y puede leerse íntegramente en Wattpad (todavía está en construcción). Por aquí les dejo el enlace a la colección completa.
Y aquí, a continuación, les dejo «un favor». ¡Gracias por seguir leyéndome! Un abrazo grande.
Juan Carlos
un favor
Ya mi amiga me estaba esperando en la cafetería donde habíamos quedado, con un café solo y su libro de Hemingway. Junto a ella estaba sentado un chico que no esperaba. Ni a él ni a nadie más. Yo había entendido que íbamos a quedar solo los dos. Yo llevaba a Wilde en mi mochila y la sed de cafeína.
A escasos metros de la mesa reconocí el perfil de él. También la sonrisa traviesa de ella y la mirada furtiva hacia mí susurrándome un “mira lo que ha pasado”. Dudé un instante si sentarme o pasar de largo, como si acaso no fuera yo la persona que debiera estar allí. Pero ya estaba demasiado cerca y él se cruzó con mi cara desencajada y la sonrisa torcida. Él, por supuesto, tenso como un cable de funambulista, aunque tan guapo como la primera vez que le vi.
Quizá más. Sí. Probablemente mucho más. Porque ya no llevaba esos vaqueros acampanados, ni el pendiente azul en la oreja derecha; porque ahora tenía la barba de los chicos mayores y… No. Para nada. Me hubieran dado igual los pantalones o la mirada adolescente. Siempre me gustó, me había gustado y difícilmente dejaría de hacerlo aunque ahora tuviéramos casi treinta años.
Y yo, que también me había hecho mayor, tenía que actuar como si nada. Como si no me importara que sus ojos estuvieran allí sentados a mi lado, que sus manos estuvieran jugueteando con la taza del cortado. Mi amiga me dijo que lo invitó a tomarse un café para hacer tiempo porque estaba esperando a que lo llamaran del taller para recoger su coche. Y ella y yo sabíamos que había visto la oportunidad perfecta. Que ella echaba de menos que tuviéramos algo que protagonizar. Que aunque hubiéramos quedado para leer a Hemingway y a Wilde, ella prefería que tuviéramos otra cosa de la que hablar. Que aprovechó su estatus de amiga de su hermana para hacerle un favor, sin contarle que yo iba a estar allí.
Él apuró el café y dijo que no quería molestar, que se iba a marchar. Y yo, en un acto de valentía tardía, le dije que no molestaba, que se podía quedar. Él insistió. Yo también. Y mi amiga interrumpió. “¿No se conocen ustedes?” Y yo lo miré conociendo mi respuesta, sabiendo que él era mi amor de adolescencia, el chico dos cursos mayor. Y él me miró, aunque su respuesta estaba borrosa. Creo que sabía que yo había estado colado por él, quizás por un rumor, quizás porque algún día se me había escapado en voz alta. No sé si sabía mi nombre o solo reconocía mi cara de cruzarnos al salir del laboratorio de química, del gimnasio en educación física, de la sala de informática después del recreo los jueves a las doce. Y me envalentoné y asentí. Dije el nombre de su hermana como si lo supiera de casualidad. Fingí esforzarme por recordar el suyo, aunque lo tenía desde siempre grabado en mis labios. Creo que se vio obligado a quedarse y a pretender ser educado, malformulando mi nombre esperando a que lo corrigiera. Podía llamarme como él quisiera. Le pregunté qué hacía ahora y me dijo algo indescifrable para mí, quien estaba pensando ya en cómo hacer que aquella conversación se hiciera eterna, aunque solo fuera por dos minutos más. Él me preguntó por mí, por mi trabajo, mi casa y por… no sé. Y simplemente dejé de contestar, me quedé en silencio mirándole, con mi amiga juzgándome boquiabierta detrás de su libro al que se había aferrado cual alcahueta mientras oteaba nuestra conversación. De repente incliné la cabeza, entorné los ojos y con un suspiro dije con absoluto convencimiento “¿sabes qué? Yo en el instituto estaba colgado de ti”. Mi amiga abrió mucho los ojos, artífice del encuentro, pero absolutamente perpleja ante el devenir de su invento. Se cubrió la cara completamente con Hemingway y se terminó el café como si fuera un chupito de vodka caramelo. Él no estaba menos descolocado, aunque se esforzó por ocultarlo. Yo le aguanté la mirada como en un pulso porque ya me daba igual la vergüenza, como si tuviera la certeza de que no iba a haber otro momento para decirlo en voz alta. Tardó unos segundos en contestar un “¿ah sí?” que yo asumí como su forma de aceptar mi juego. Imagino que primero se asustó, luego se sorprendió y después decidió actuar con normalidad. Creo que ese pudo haber sido el orden lógico de su reacción. Yo asentí y él, con firmeza y rapidez, si bien pudo optar por darle un giro a la conversación o levantarse y huir, decidió decir “algo de eso había oído, pero no sé muy bien por qué, si no nos conocíamos de nada”.
Definitivamente, aquella era su opinión. Si bien yo ya sabía su nombre y su cumpleaños. Sabía el nombre de su novia y de memoria el número que llevaba impreso en su camiseta azul. Tenía su messenger y le había escrito cartas por San Valentín. Sabía quiénes eran sus amigos y el portal donde se despedía de esa chica. Sabía que era el chico más guapo que había visto nunca. Él no sabía que un día, en un libro que había cogido prestado de la biblioteca, había encontrado un recorte de periódico con su foto junto a su equipo de fútbol, como providencia divina, a modo de marcapáginas, que me hacía creer que estábamos conectados por un hilo rojo o de cualquier otro color.
Pero tenía razón. No nos conocíamos de nada. No sabía muy bien cómo sonaba su voz, ni habíamos estado tan cerca como para saber a qué olía su colonia o el desodorante que llevaba después de gimnasia. No sabía qué música escuchaba o si pretendía ser un chico de novela de Federico Moccia.
Y yo fingí restarle importancia. Omití mis miradas furtivas detrás de la cortina de mi habitación para verlo pasar cuando volvía a casa. Quise hacerle creer que eran cosas de la adolescencia, que aquello ya había pasado. Y no mentía, porque era un sentimiento de antes, que había quedado en segundo plano, pero podía removerse y desatrancar los cajones del sótano con solo verlo por la calle. Como el corazón delator de Poe haciendo palpitar las baldosas de las aceras por las que nos cruzábamos. Me esforcé por hacer ver que aquello era cómico, que había estado loquito por sus huesos y que ahora nada. Y él parecía encantado con mi relato, con aquel cuento poco revelador de cosas que seguramente ya sabía, porque cuando te enamoras así parece más un secreto a voces que una exclusiva de revista. Él sonreía a mis piadosas mentiras y mi historia perdía credibilidad por todos los costados. Mi amiga se había pedido otro cortado y él y yo hablamos como si no hubiera pasado nada. Como de hecho había sido, sin ir más lejos. Y volví a fingir estar interesado en el fútbol, repitiendo nombres que me sonaban de los cromos de mis sobrinos, perdido en la inesperada narrativa de estar hablando con él en la terraza de un bar, con mi libro de Wilde descansando sobre la mesa, espiando la película que me había montado a partir de un amor hecho ascuas, rezando fuerte para que su coche tardara en estar listo para que se quedara un poco más.
Empezamos a hablar de baloncesto y música y me pude relajar un poco más. Hablamos de Sum 41 y Linkin’ Park y agradecí siempre haber escuchado un poco de todo para no perder esa oportunidad. Mi amiga intentó levantarse a pagar y con una mirada le pedí que esperara, que ni se le ocurriera darle portazo a aquello que ella misma acababa de provocar. Se había cansado de Hemingway, del café y de fingir ser parte de la conversación. Empecé a darme cuenta de que me temblaban las tripas otra vez, como al cruzarnos al salir del laboratorio de química, del gimnasio en educación física o de la sala de informática después del recreo los jueves a las doce. Y ciertamente él se había dado cuenta. No se podía creer todo lo que le conté, que me había olvidado de él y que qué curioso encontrarle allí otra vez. Pero debe ser que lo estaba disfrutando. Disfrutaba de mis intentos en vano por disimular que me derretía, disfrutaba del halago de no haber perdido el encanto, de poder tener sobre mí el mismo efecto que a los quince años, de ser el amor prohibido de aquel chico ridículo que no había acertado el nombre de ningún futbolista del Barça ni el Athletic. Tuve la sensación de que estaba jugando conmigo y aún así me dejé porque, igual que él, tenía curiosidad por saber a dónde nos iba a llevar.
Sonó su teléfono, para alivio de mi amiga, del dueño del bar que quería que nos marcháramos ya y supongo que de él mismo, para recoger su coche y dejar de actuar. Él se ofreció a pagar y yo me sentí en la obligación de negarme e invitar. Como si hubiera hecho algo por mí que debía recompensar, como si le debiera algo a mi amiga por no haberse marchado de allí. Y nos fuimos del bar, mi amiga con desesperación, despidiéndose a distancia con excusas malas; nosotros dos echándonos a andar hasta yo volver a casa y él al taller.
Había sido un juego divertido, una inesperada máquina del tiempo que ya olía a despedida. Él se reía. “No me imaginaba que fueras así” le dije como gastando las últimas balas de mi pistola. Él me devolvió una mueca de confusión. “Así… no sé… nunca había pensado en lo que sería hablar contigo de nada en particular, qué tipo de persona eras…”. Sonrió con incomodidad. “¡Que no es nada malo!” me apresuré a corregir con miedo a romper todo lo que había sucedido, “es solo que nunca imaginé…”. Y se echó a reír otra vez, como si yo fuera un chiste con patas -cosa que con toda probabilidad había parecido al intentar fingir que hablar con él me daba tan igual como ir a comprar el pan por las mañanas.
Qué agradable sensación la de escuchar su risa ahí, frente a mí. Tanto que inevitablemente a mí también me dio por reír. Sí que éramos un chiste, una broma, un cuento mal contado adrede. Nos detuvimos antes de una esquina y vi cómo contestaba a un WhatsApp justo antes de decirme adiós. Vi el nombre de una chica en la pantalla que, por supuesto, no era su hermana. Imaginé la despedida excesivamente formal para dos personas que se habían pasado la tarde haciéndose reír. Se me hizo un agujero en el pecho y en la memoria antes de tiempo, como queriendo entender que aquello no había sucedido. Él me miró con algo que debe ser parecido a la ternura, quisiera creer que no era pena, e hizo un gesto con la mano, levantando algunos dedos a modo de adiós que rápidamente interrumpió. Leyó en mi cara lo que estaba sintiendo como agujas de acero en la garganta, en los ojos y en el alma. Había tardado tan poco tiempo en enamorarme de él y tanto tiempo en conocerle que otra vez volvía a pasar la esquizofrenia del tiempo: la despedida iba a ser un destello. Tan corto el amor, como advirtió Neruda, un chispazo, tan largo el olvido o el ensayo de sí mismo. Me había dejado romper por el amor que nunca me habían presentado cuando creía que ya había pasado.
Entonces me indicó con el dedo que le acompañara un poco más allá, entre dos coches. Yo, sin esperanza más allá de alargar aquel epílogo, le seguí como la estela al cometa. Allí, entre un Opel Astra y un Nissan de cualquier modelo, como si me estuviera haciendo el favor de mi vida, me agarró la barbilla como queriendo decir “qué menos que darte esto” y rozó mi boca con sus labios. Como un beso de niños, de esos tímidos que no saben lo que se traen entre manos, sin apenas separar sus finos labios, pero dejándome entrever el sabor de su saliva, predispuesto a que durara un segundo, como si fuera el único descuento que se podía permitir. En ese momento me replanteé la física y la química, cuestioné la matemática y la infinitud de los números. Si cada segundo podía dividirse en infinitas partes más pequeñas, ¿por qué no iba a durar aquel beso de mentira para siempre? ¿qué debía hacer para que el tiempo corriera lentamente por todos y cada uno de los milisegundos que lo componían? ¿qué poder tenía yo sobre el tiempo para que se regocijara en sí mismo y se revisitara con delicadeza mientras yo besaba a mi primer amor por cortesía del favor más cruel que me habían dedicado jamás? Y como sabía que respirar, coger impulso, moverme de más, cualquier mínimo detalle podía desencadenar su final, decidí quedarme sin aire y despegar mis labios entre sí, provocar una reacción, permitirme besar y ser besado. Y con desconfianza su boca me abrió paso y el sabor fue extático. Sentí la irrefrenable tentación de agarrarle la cara, acariciarle el pelo y contarle todos mis secretos, tirar al piso las mentiras que le había contado: indicarle con exactitud la ventana desde la que lo espiaba al salir de clase, los pasos que había de mi casa a su portal, las veces que escribí su nombre en mi cuaderno de historia del arte. Pero no lo hice. No hice nada más aparte de estar allí. Besándonos durante no sé cuánto tiempo ya, aguantando la respiración por si cogiendo demasiado aire me fuera a despertar, deseando estar haciéndolo bien para que le apeteciera repetir, para que dejara de ser un detalle por su parte, un premio de consolación, el favor al pobre chico que bailaba al ritmo de sus pestañas quince años después de haber escuchado un rumor.
Y me preocupé tanto por que no acabara, por que pudiera volver a pasar, que no recuerdo cuándo se despidió, ni lo que dijo, ni si me volvió a sonreír. Solo conservo su imagen marchándose, de espaldas, yo imaginando el número que llevaba impreso detrás de su camiseta azul cuando estaba en el instituto, el atardecer comiendo una naranja como en la canción de La Oreja de Van Gogh y toda mi esperanza descansando en el suelo, descalza, como levitando, orbitando alrededor de una certeza: que aquel beso improvisado, nacido para durar un segundo, finalmente duró más de lo que él había previsto.